CARTA DEL SR. ARZOBISPO ANTE LA SEMANA SANTA
Queridos hermanos y hermanas en el Señor:
Os escribo esta carta dirigida a todos, especialmente a los sacerdotes, en medio de la situación que estamos atravesando de tanto dolor y sufrimiento, de oscuridad, y extrañeza o desconcierto, con la mirada puesta en la Semana Santa. Estamos viviendo una Cuaresma en autentica cuarentena de silencio, de aislamiento, de una gran soledad, de desierto, de auténtica penitencia y ayuno, de oración prolongada, de escucha de Dios, de experiencia de caridad porque se nos pide que estemos atentos a los demás para no ampliar el eventual contagio y para ayudar a los más vulnerables, los ancianos, nuestros mayores; en definitiva, de llamada a nuestra conversión a Dios, que esté en el centro de nuestras vidas, de volver a Dios y de seguir a Jesucristo, en quien tenemos la esperanza; un tiempo de prueba largo, y secundando las directrices, sin duda duras, de un cierto confinamiento, que nos señalan las autoridades civiles para un estado de alarma, que, según se nos ha dicho, se va prolongar quince días más, porque en la próxima quincena previsiblemente vamos a llegar la situación más dura. Una prueba grande, desconocida por nosotros, que nos está llevando a poner nuestra mirada y nuestro corazón más en Dios misericordioso, que no nos está abandonando, aunque parezca lo contrario, y de mirar a Cristo, que se une a nuestro dolor y lo asume como propio: Nuestro auxilio nos viene del Señor, que no nos deja solos y se siente al lado de los que sufren, unido a ellos, es nuestro pastor que nos conduce por valles oscuros como el que estamos atravesando de la pandemia del coronavirus, y del que esperamos que nos saque y nos libre, como libró y sacó a Israel de Egipto y lo condujo a la tierra de las promesas, y lo lleva a las fuentes tranquilas, como Buen Pastor.
Se prolonga quince días más el estado de alarma, coincidentes providencialmente, con el final de la Cuaresma y la Semana Santa: para volver enteramente a Dios, compasivo y misericordioso, y centrarnos más en Jesucristo, Vida, Verdad, Luz. Prolongación del estado de alarma y de la dura prueba que nos aflige. Va a ser, sin duda alguna, una Semana Santa insólita, de silencio, de soledad, de aparente ocultamiento de Dios, de un gran ayuno, para identificarnos más plenamente con Jesús, nuestro Salvador único y universal, pero, al mismo tiempo, una Semana Santa auténtica, interior y sobriamente vivida, que culminará, coincidiendo con esta segunda fase en el estado de alarma, con el Sábado Santo, el día de la celebración de la Vigilia Pascual. Es una oportunidad para ir a lo esencial: y lo esencial es Dios, su Hijo Jesucristo, su amor, para amar con su mismo amor a todos.
Permitidme compartir con vosotros unas reflexiones al hilo de la Semana Santa para edificarnos mutuamente. Comenzamos con el Domingo de Ramos: Jesús entra triunfalmente en Jerusalén, sentado en un asno que ni siquiera era suyo; a lomos de un pollino entra como rey; hace su entrada sin ningún poder, sobre el animal de los pobres; Jesús no representa el poder terrenal; se ha despojado de su condición divina, se ha humillado, y se ha rebajado hasta la muerte; en Él vemos a Dios identificado y reconocido con los humildes y los que no tienen nada, sólo el poder del amor sin límites y el rebajamiento lleno de confianza en Dios, su Padre. La exigencia de este día consiste en asentar nuestra vista en este poder, en Él.
Este mismo día, para que no miremos a otra parte y sigamos creyendo que son las fuerzas y el poder humano, nuestros cálculos solos y abandonados a sí mismos y a nuestras solas capacidades, leemos por primera vez en Semana Santa el relato de la pasión del Señor: miramos a la Cruz redentora, de donde cuelga nuestra redención, el Siervo de Dios, triturado por nuestros crímenes, nuestros pecados, nuestros egoísmos, individualismos, violencias y miserias, sus heridas nos han curado, y nos han traído la paz y el perdón, la reconciliación al mundo entero, nos han devuelto la esperanza. Antes de su Pasión cenó con sus discípulos, previamente a esta cena les lavó los pies como siervo y servidor y durante ella, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo, y poco antes de su pasión, casi al mismo tiempo, tomó pan y dijo: “Esto es mi Cuerpo que se entrega por vosotros”, y se lo dio, después tomó la copa de vino, sobre la que pronunció estas palabras: “Este es el cáliz de mi sangre, qué será derramada por vosotros, para el perdón de los pecados; haced eso en memoria mía”. Pan y vino que dan vida, en esa ofrenda está la vida. Se ofreció al Padre, se entregó por nosotros y con nosotros se quedó, todo el amor que es Jesús, ahí tenemos todos a Dios mismo con nosotros y por nosotros, tenemos el amor de Dios que se queda para siempre con nosotros para darnos vida y el amor con que hemos de amarnos unos a otros. Ahí lo tenemos todo. ¿Qué más podía hacer por nosotros, qué mayor don podría darnos a nosotros, y qué esperanza más grande podía suscitar entre los hombres y a favor de los hombres? En esa Cena nos dejó este inmenso regalo: su cuerpo y su sangre, su vida y su amor, su perdón y su verdad, y los que habrían de servir a Dios en su presencia, los sacerdotes; en esa misma Cena, al final de sus días entre nosotros, se dirigió Dios, su Padre, para interceder por sus discípulos, para que fueran protegidos del mal, y se mantuvieran todos unidos a Dios y entre ellos en el amor. En esta Cena nos dejó a todos un mandamiento nuevo: “amaos unos a otros como y os he amado”, es decir con el mismo amor del que participáis por el Cuerpo y la Sangre que se ofrece y entrega en este Sacrificio. Y nos dejó esta señal para que nos reconociesen a sus discípulos: amarnos como Él nos ha amado. Ahí nos dejó su paz, no como la que da el mundo.
En esa hora, ve el sufrimiento de los hombres y oró así al Padre: “Te ruego por todos”, por quienes sufren la pandemia, por quienes los cuidan, por sus familias, por todos los afectados, y por tantos atenazados por el miedo. Él ha llegado a darse enteramente por todos sin reservas, a morir por todos, y ha rezado por todos ante su Padre Dios; y ha llamado a los hombres, sus discípulos, “amigos” y les ha dicho que se va al Cielo, a la casa de su Padre a prepararles un lugar para que donde esté Él estén también sus amigos, sus discípulos, los hombres a los que Dios ama.
¿Y podemos temer y tener miedo ante la pandemia, si Él se queda con nosotros, está con nosotros, y se nos da para que amemos y nos amemos con su mismo amor, sirviendo y dando la vida? Ahí se no da la medicina para la salud que necesitamos. Resulta paradójico que si ahí está nuestra sanación, la medicina para la salud, la vida, que no podamos, sin embargo, comer este Pan, ni beber esta Bebida de salvación; por eso lo anhelamos más en este tiempo de prueba y necesidad y hacemos la comunión espiritual que simbólicamente “suple”, la comunión efectiva con el Cuerpo y la Sangre de Cristo, y así lo viviremos participando a distancia de la celebración de los sagrados misterios por radio o TV u otros medios que retransmitirán la celebración desde la Catedral u otros lugares.
Si en esta hora vivimos el dolor de la pandemia del coronavirus, Él permanece con nosotros, junto a nosotros, unido a nosotros en nuestra pasión, amándonos en ella como vemos en su Cuerpo y en su Sangre. Si en la hora que vivimos cabe el miedo y la angustia, la desesperanza y la soledad, la experiencia de nuestro límite y pobreza, también cabe el arrodillarse, adorar, contemplarle en la Cruz, rezar como Él por todos, sentir que el dolor de la humanidad está siendo ofrenda a los ojos de Dios.
Duro va ser este año la celebración del Jueves Santo, los sacerdotes solos, sin fieles, sin comunidad y duro, muy duro para nosotros sacerdotes, unirnos a la celebración de la Misa Crismal a través de la TV sin renovar junto con nuestro hermanos sacerdotes las promesas sacerdotales. Ese día sacerdotes y fieles sentiremos aún más hondamente el vacío y la ausencia, pero sentiremos, al mismo tiempo, y con más fuerza si cabe aquellas palabras de Jesús: “Os llamo amigos, venid a mí los que estáis cansados, sin fuerza, desconsolados, y encontraréis alivio y descanso, amor sin límites”. Y nosotros Sacerdotes renovaremos estas promesas con gozo más adelante, tal vez el día de Jesucristo, Sumo y eterno Sacerdote, y siempre podremos decir, en el silencio, en soledad, desde el desierto, sin palabras vanas, de rodillas ante Jesús en el sacramento del Altar, tomando sus palabras e invocándole con fe lo que Él nos da: “Jesús, Hijo de David, te ruego por esos, por los que Tú me has dado, y no solo por éstos, sino también por los que crean en Ti ante las circunstancias presentes, y por todos los hombres”. Y añadiremos sacerdotalmente, como sacerdotes, “fortalece las manos débiles, las rodillas vacilantes, el corazón de los que sufren, los brazos de los que ayudan, el ánimo de los que desesperan. Que todos sintamos el amor que Tú mismo sentiste de tu Padre, para que, en lo más profundo de nuestro ser, nos dejes percibir la serena y gozosa experiencia de la confianza”.
Y, paso a paso, en silencio y anhelo de todo esto, llegaremos al Viernes Santo: pasión y muerte de Jesús, Hijo de Dios, Dios con nosotros, que no desdeña llamarnos hermanos. Seguido a la Cena, lo encontramos en el Huerto de los Olivos, prosiguiendo su pasión iniciada en el Cenáculo y, al lado de tres de sus discípulos predilectos, ora al Padre lleno de angustia por la gran pasión que va a padecer, compartido con todos los que se angustian en el dolor, y pide al Padre, lleno de tristeza y angustia, agobiado por el peso de la pasión, compartida con los hombres agobiados en su dolor, en la que se encontraba , ora y suplica, y ruega como un Hijo, al Padre del Cielo : “Padre mío, si es posible que pase de mí este cáliz, pero que no se haga como yo quiero, sino conforme a tu voluntad”. Y, después, lo prendieron, traicionado por uno de los suyos, y lo llevaron a los tribunales civiles y religiosos, y lo condenaron a muerte y, tras verdadero enseñamiento, lo crucificaron. Casi en silencio total desde la Cena y Getsemaní, pero orando al Padre, poniendo en Él su total y plena confianza; siguió el camino de la Pasión y de la Cruz, con todos sus hermanos de siempre y de hoy, abrumados por la pandemia y de tantas otras formas de sufrimiento y desconcierto.
Jesús, manso y humilde de corazón, se humilló hasta el rebajamiento e ignominia de una pasión tan ultrajante y destructora, vejatoria y cruel, hasta la muerte de cruz. En esa humillación, de casi quedar reducido a la nada, contemplamos y palpamos, tenemos la respuesta a esta inquietante pregunta: “A Dios, ¿le es indiferente el dolor humano, el de nuestros días y los de otros muchos días, y de los millones de hombres que caminan ese largo y penoso ´via crucis` que Jesús sigue junto a ellos y lo hace suyo?”. Y la respuesta la tenemos en ese Viernes Santo, en el que comprobamos que Dios no es indiferente a ese camino, ese sufrimiento, ese dolor, esa soledad; Jesús, Dios con nosotros, lo hace suyo, no lo sigue ni padece como un espectador, sino que lo soporta unido a los hombres que padecen, asumiéndolo, compartiendo; no se queda fuera, por encima y al margen de los hombres y sus sufrimientos, le importan, y se implica con ellos y se compromete con ellos. Algunos, tal vez, pueden vivir en esta crisis tan honda quebradora y cuarteadora de en otro tiempo profundas convicciones, una especie de negación o desconocimiento de la miseria extrema en que se encuentra la humanidad, porque piensan salir de ahí sin la intervención de Dios; piensan que el hombre no tiene necesidad de redención y que puede salir de ahí poco a poco por la propia y única intervención del hombre y de sus capacidades y poderes. Dios, reconozcámoslo, no es solamente alguien que está fuera del mundo, feliz de ser en sí mismo el más sabio omnipotente. Su sabiduría y omnipotencia se ponen, por libre elección y querer de su condescendencia, al servicio de las criaturas, de los hombres. Si en la historia humana hay sufrimiento, como el que ahora estamos pasando, se entiende por qué su omnipotencia se manifestó con la omnipotencia de la humillación mediante la cruz. El escándalo de la cruz sigue siendo la clave para la interpretación del misterio del sufrimiento, que pertenece de modo tan integral a la historia del hombre. En eso concuerdan incluso los críticos contemporáneos del cristianismo. Incluso ellos ven que Cristo crucificado es una prueba de la solidaridad de Dios con el hombre que sufre. Si no hubiera existido esa agonía de Jesús en la cruz, la verdad de que Dios fuese amor estaría por demostrar. Jesús no es espectador pasivo, sino que, por y con solidaridad con los sufrimientos de los hombres, los padece junto con ellos como hijo fiel del Padre, y se dirige al Padre en oración confiada: “¿Por qué me has abandonado?”. “A tus manos encomiendo mi espíritu”, mi alma, mi vida. Y nos salvó. Solidaridad de amor y libre con los sufrimientos y confianza sin límites en el Padre por la oración. Es lo que se nos pide a nosotros, más aún en estos días y, sobre todo, en el Viernes Santo, conmemorándole en el silencio, desde nuestras casas, y solidarizándonos en la manera que esté a nuestro alcance con las víctimas que sufren afectadas de tantas formas por la pandemia, entre otras cosas obedeciendo, como Jesús que “aprendió sufriendo a obedecer”, obedecer hasta la muerte en cruz: oración y solidaridad, por tanto. Y también escucha de la Palabra de Jesús y que es Él mismo. Porque en el silenció de la cruz, pronunció palabras que son como su testamento, junto al testamento de su memorial en su Cuerpo y Sangre del sacrificio eucarístico que nos dejó y que lo resumen todo: Dios que nos ama hasta el extremo, y que no dejó solo a su Hijo y lo escuchó dándole la victoria sobre el mal y la obscuridad del mal.
Jesús calla, como cordero conducido al matadero. Enmudecía y no abría la boca. Callaba, guardaba silencio, hasta el silencio último y el mundo se llenó de tinieblas. Ese silencio era palabra, elocuente palabra. Los hombres necesitamos sus palabras las de esos momentos de la verdad, de su hora. Y, compadecido una vez más de nosotros, abrió la boca no para condenar, sino para bendecir y para perdonar, para prometer dicha y felicidad al que la busca desde la humildad y no desde el orgullo o enclaustrado en sus argumentos y criterios, para expresar su confianza tierna y total, de Hijo, en el Padre, y para darnos todo lo que tenía, despojándose de todo hasta de lo más querido que era su Madre, pues ya no lo quedaba más que su Madre para dárnosla a nosotros como Madre, Madre junto a la cruz; tampoco Ella nos abandona y, junto a la cruz de la pandemia, le invocamos: “Madre mía inmaculada, vuelve tus ojos a todos tus hijos que confían en ti. Muestra que eres Madre e intercede ante tu Hijo para que, por su misericordia, nos libre de la pandemia del coronavirus. Sé Tú, oh Madre, la luz que ilumine a los médicos, el bálsamo que conforte a los enfermos, el consuelo que llene de esperanza a los agonizantes, y acoge en la vida eterna a los difuntos. Que esta dura prueba convierta nuestros pensamientos y corazones, haciéndonos percibir lo pequeño, limitado y pecador del ser humano, frente a la grandeza, omnipotencia y santidad de Dios nuestro Creador, y Señor. A ti, Madre nuestra, acudimos suplicantes y decimos confiados: Oh María sin pecado concebida, rogad por nosotros que recurrimos a Vos”. Haríamos muy bien esos días, sobre todo el Viernes Santo, en acompañar desde la soledad de nuestras casas y familias, a la Santísima Virgen en su soledad, orarle e invocar su protección, su amparo en el desamparo que vivimos. Como también sería muy aconsejable que leamos y releamos los relatos de la Pasión de Jesús en los diferentes evangelios, o el rezar el Via Crucis, o el adorar al crucificado ante un crucifijo: podemos hacerlo solos o acompañados de la familia.
Jesús crucificado es la paradoja de un Amor que, desde la humillación y el despojamiento, desgarra las tinieblas y la desolación establecida en este mundo con la luz nueva que viene de Dios viviente que le resucitó de entre los muertos. La cruz, la muerte, no tiene la última palabra: la última palabra la tiene Dios que, en la cruz de la que cuelga Cristo, su Hijo, ha bajado hasta el abismo de la nada con su amor entregado por nosotros. Y ese amor lo ha invado todo y lo ha llenado todo, y, así, hasta la misma nada y el vacío quedan absorbidos en la plenitud del amor de Dios, que nos arranca de los límites, también de la pandemia actual, de la debilidad y la nada y de la muerte. Y ahí, en lo que a los ojos del mundo es el fracaso humano de la cruz, o una imposibilidad de superación por parte del hombre, se ha dado ya el triunfo del poder de Dios, que es su amor y la Vida que triunfa sobre la muerte. ¡Victoria, tú reinarás, oh cruz, tú nos salvarás!
Y celebraremos esta victoria la noche del Sábado Santo, en la vigilia pascual. Vivamos este día de silencio, el silencio de la cruz y de la sepultura de Jesús, con oración ante el Señor y acompañando a María, metidos de lleno en la lectura de la Palabra de Dios. Esa noche finaliza, en principio, la prolongación de la campaña de alarma: ¿es casualidad o es providencia de Dios que nos abre a la esperanza que Él suscita en nosotros por la victoria de la resurrección?
En la cima de la noche que cierra la Semana Santa -¿y de la noche de la campaña de la alarma mandada?-, alboreando ya un nuevo día, una nueva semana, una nueva creación, nos abrimos a la esperanza firme que brota del hecho de que ¡Cristo ha resucitado!; la pesada losa del sepulcro no ha podido retenerle. Vive para siempre. Nuestra humanidad que es la suya, ha penetrado irrevocablemente en la gloria de Dios. ¡Dios quiere que el hombre viva, y esta es su gloria! Reavivemos la esperanza en estos momentos y el anhelo de que todo participe de su victoria definitiva.
Estas son las reflexiones que quiero compartir con vosotros y que las comuniquéis. Aunque la Semana Santa va a ser muy especial, es preciso que la vivamos desde el silencio y la reclusión de nuestras casas con fe y esperanza; vivamos cosas fundamentales: la oración, la lectura y meditación de la Palabra de Dios, la adoración, la comunión espiritual, algunos ejercicios de piedad, como el Via Crucis o el rezo del Rosario, ofreced este “ayuno” y penitencia, ejercitaos en la caridad, que en estos momentos ha de realizarse a través de aquellos medios aconsejados o mandados que no favorezcan el contagio, ni la extensión de la pandemia; ayudando a los vulnerables, siempre muy unidos a la cruz, la de esta pandemia, que Cristo pasa con nosotros y nos indica qué hemos de hacer siguiéndole a Él en su pasión, que es en estos momentos la nuestra. Reavivemos nuestra fe y confianza en Dios, que está con nosotros, y esperemos de Él la redención y sanación. Vivid estos días muy unidos a la Virgen María nuestra Madre, Madre de los desamparados. Estad atentos a las diferentes cadenas de TV que, en estos días, nos ofrecerán las retransmisiones que nos hacen falta de las celebraciones litúrgicas. A los sacerdotes, mis queridísimos hermanos, os añado que aprovechéis este tiempo, que, sin duda, es un tiempo de gracia, centrándoos en lo esencial, sin angustias y sin ninguna pretensión; haced, sencillamente, lo que buenamente podáis en servicio y beneficio de vuestras comunidades: pocas cosas pero fundamentales, con toda verdad y sencillez, y siguiendo las normas y criterios que os he enviado y creo que os podrán ayudar. Muchísimas gracias. Un abrazo y mi bendición para todos. Estoy con vosotros. ¡Ánimo!
† Antonio, Cardenal Cañizares Llovera
Arzobispo de Valencia